A Hiroshima hay que acercarse desde el presente, sin trazos de color sepia, sin negrura, pues lo negro, nos dice el autor, ya está contado. En la ciudad de los seis brazos, los que traza el río Ota hasta deshacerse en el mar interior de Seto, hace mucho que cicatrizó esa herida abierta infligida a la humanidad, de la que hablaba Kenzaburo Ôe. Los árboles desafiaron malos augurios y hoy se sujetan firmes a la tierra; el agua, omnipresente, marca el devenir de una ciudad que rinde culto a la yurusu bunka, la cultura del perdón. Hay ciudades narcisistas y presumidas, urbes lujosas y desapacibles como el vestíbulo de un hotel de aeropuerto, villas peligrosas y ciudades que cansan. Unas exigentes, otras desleales, algunas feas y otras coquetas. Hiroshima no tiene de qué presumir y por eso no es ingrata, no exige llegar, sino estar. Si alguien pensó que se doblegaría a su historia, no imaginó con qué fuerza se levantaría de nuevo desterrando la tristeza. Canto a la vida y crónica de la esperanza, este no es un libro de historia sino un relato sobre la capacidad humana de sobreponerse a la tragedia y crear, sobre las cenizas, vida y belleza.