Diego Almeida no es valiente.
Solo es un tipo cualquiera. O lo era. Dejó de serlo el día en que aceptó la invitación de un fulano para pasar en su casa lo peor de una borrachera espantosa. Ese día el mundo se le vino encima. O acabó de venírsele porque ya desde antes la cosa iba en bajada. Aun así, si tuviera que jurar, si tuviera que elegir entre los muchos desastrosos momentos de su infeliz pasado, sin duda elegiría ese como el día en el que para él comenzó el infierno.
Y Almeida no está bien preparado: abogado comercial (desempleado), pelele sin remedio (según su madre) y amante regular (según él mismo), Diego no ha visto en su vida un cargamento de coca, no sabe una palabra sobre la trata de blancas y jamás, jamás, ha asesinado a nadie.
Por culpa de ese mal momento, ahora tendrá que aprender, y rápido, a deshacerse de cadáveres que empiezan a oler en serio, a fabricar otros antes de que los vivos acaben con él, a salvar el pellejo sin poder confiar en nadie. En su haber tiene: la notable elasticidad de sus escrúpulos y una absurda, patética, incapacidad de creer en su mala suerte.