—Tina, pequeña lianta —dijo Jack, irrumpiendo de golpe en su dormitorio.
—Ahora no…, mañana —susurró ella adormilada. No sabía qué hora era, simplemente quería dormir…
—¿Mañana? ¿Cómo se supone que voy a dormir cuando has echado polvos picapica por toda mi cama? —soltó Jack enfadado.
—Es verdad —dijo ella entre risas, al recordarlo. Luego abrió los ojos y miró la luz del pasillo, que se filtraba por la puerta abierta de su dormitorio.
—Encima te ríes. Lo siento, señorita, pero ¡esto es la guerra! —exclamó Jack, mientras la destapaba y la cogía como si fuera un saco de patatas, sin darle opción a que pudiera escaparse.
—¡¿Qué haces, pedazo de animal?! Déjame en el suelo —pidió ella al verse boca abajo, al tiempo que le daba patadas y puñetazos para que la soltara.
—Ni hablar. Me has despertado otra vez, ahora te toca a ti despertarte —replicó él, entrando en el cuarto de baño, dejándola dentro de la ducha y abriendo el grifo de agua fría.
—¡¡Está helada!! Jack, por favor… —gimió Tina mirándolo a los ojos, totalmente despierta, dándose cuenta de que él se había duchado hacía poco, porque tenía el pelo mojado y sólo llevaba puestos unos pantalones largos negros que se le sujetaban de una manera muy sexy de las caderas. Tuvo que parpadear varias veces para asegurarse de que no era un sueño…
—¿Por favor? —repitió él con una sonrisa que se convirtió en el acto en la preferida de Tina: traviesa, osada e increíblemente fascinante.
«¡Ay, madre mía, no me sonrías así, Jack!», pensó, sintiendo que el agua fría ya no le molestaba tanto, es más, era como si la hubiese puesto ardiendo. La piel le quemaba y no podía despegar la mirada de él, de sus facciones, de su sonrisa socarrona.
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