El distanciamiento es paulatino. Sé que hay algo que va mal, pero no quiero darme cuenta. Primero es un día, luego dos, tres, una semana, dos, dejamos de hablar. Me convierto en una mujer que espera a que un hombre le escriba, es patético. Soy consciente de lo que está pasando, pero rehúyo confrontarlo. No le pasa nada, solo está cansado, o tiene mucho trabajo, u olvidó devolverme la llamada, responder mi mensaje, recordar que existo. Cojo sus oks y sus dobles ticks azules constantes y los tiro por el retrete: ya son trescientos millones de oks y dobles ticks azules que el retrete se ha tragado y que a mí se me pegan a los intestinos. Cada vez que hablamos yo me siento peor, congelada en un estado de cuestionamiento continuo. Del ¿qué le pasa? paso al ¿qué habré hecho mal? al ¿cuán estúpida soy por sentirme así? Hacemos planes para que venga a verme, pero le surge un imprevisto y me planta. Me voy haciendo pequeña, minúscula, microscópica y me alimento de mi autocompasión. No puedo dejarlo porque no hay nada que dejar.