Pasaron otros dos meses, con cartas que iban y venían —aunque cada vez con menos frecuencia—, y J. seguía en un estado letárgico, estático, sin saber si podía irse, sin saber a dónde podía ir o para qué quedarse. Había perdido la noción de la utilidad de lo que estaba haciendo. Trataba de justificar su vida con la gratificación sensual de lo que se iba poniendo ante sus ojos, gaviotas, atardeceres arrebolados, algún velero que cruzara mar adentro. Trataba de escapar, bebiendo, al inconmensurable desorden que reinaba en la casa.