Los lectores de esta Colección saben bien cuál es —y cuán grande— «el valor divino de lo humano». Clara, recia y muy sobrenaturalmente lo ha entendido J. Urteaga10, y lo ha expresado en prosa caliente y juvenil. Saben perfectamente que los valores humanos hay que utilizarlos, que sería erróneo querer prescindir de ellos, que hay que entroncarlos en una auténtica vida interior, porque la naturaleza no es destruida por la gracia. En efecto, las virtudes humanas tienen mucho de divino, pues divinizadas fueron por el mismo Cristo, que gustaba de llamarse «Hijo del Hombre», y encontraba sus delicias en estar con los hijos de los hombres. Aquel «por quien fueron hechas todas las cosas» (Credo de la Misa; Io 1, 3) ama cuanto existe y «nada puede odiar de lo que hizo» (Sap 11, 25).