No sentían que mi padre reuniera las cualidades necesarias para ser el pastor principal debido a su edad, sus estudios y su irritante propensión a predicar acerca del pecado, el arrepentimiento y la salvación personal. Imagínate semejante cosa. No pasó mucho tiempo antes de que decidieran que era necesario que mi padre dejara el púlpito. Pero aquello iba a ser un poco delicado. La iglesia estaba experimentando una vida nueva. La clase para los miembros nuevos estaba repleta. El bautisterio era usado todos los domingos por la noche. Las ofrendas iban en aumento.
Estaba claro que él no era el hombre que debía realizar aquel trabajo.
A pesar de todas las cosas buenas que estaban sucediendo, ejercieron presión sobre él para que renunciara. Al principio lo hicieron con sutileza. Le explicaron lo difícil que iba a ser para la iglesia encontrar al hombre «adecuado» mientras él estuviera allí. Le hicieron promesas. Le aseguraron que le darían un pago final. Escribirían cartas de recomendación favorables. Daban por seguro que él se marcharía silenciosamente, como los pastores que se habían marchado antes que él. Pero mi padre no estaba cortado de la misma tela que los otros. Como explicaré con mayor detalle en el capítulo dos, él había crecido en una atmósfera cuyo único componente predecible e inmutab