Benedicto XVI, sin embargo, me ha recordado en su discurso a los artistas del 21 de noviembre que la belleza no es fácil ni manejable. La belleza hiere, nos abre los ojos, nos pega —dice el Papa citando a Platón— una saludable sacudida. Nos obliga a salir de nosotros, nos arranca de la resignación y del acomodamiento y nos hace sufrir, como un dardo que, al pinchar, nos despierta.
Y aun va más allá. El arte es una via pulchritudinis: un camino hacia al misterio último, hacia Dios. La belleza, señala Hans Urs von Baltasar, es «la aureola de resplandor imborrable que rodea a la estrella de la verdad y el bien, y su indisociable unión». Gustavo Adolfo Bécquer (al que se toma, porque se le lee en la adolescencia, como un poeta de adolescentes, siendo mucho más) apuntaba ahí cuando, al ver a su amada, suspiró: «¡Hoy creo en Dios!» Tampoco fue un frívolo Sebastian Flyte, el personaje de Retorno a Brideshead al confesar a su amigo Charles Ryder que el Portal de Belén y los Reyes Magos y la estrella y los villancicos, todas esas cosas tan bonitas, eran un fundamento firme de su fe... precisamente por ser tan bonitas.