—¿Qué te parece esta? —replicó Jack—, y soy yo el que solo te lo va a decir una vez. Para que te enteres, podríamos haber estado muy bien juntos, cojonudamente bien. Pero tú no quisiste, Ennis, así que ahora nos queda Brokeback Mountain. Todo se basa en eso. Es todo lo que tenemos, tío, esa es la puta verdad, y espero que te enteres de una vez por todas aunque nunca te enteres de lo demás. Cuenta las pocas veces que nos hemos visto en estos puñeteros veinte años. Mide la correa con la que me tienes atado corto, y después pregúntame sobre México, y luego dime que me vas a matar porque necesito algo que casi nunca recibo. No tienes ni puta idea de lo mal que se pasa. Yo no soy como tú. No me bastan un par de polvos de alta montaña una o dos veces al año. Me tienes destrozado, Ennis, hijo de la gran puta. Ojalá supiera cómo dejarte.
Todo lo que no se habían dicho durante años y ya no se podían decir, confesiones, declaraciones, vergüenzas, culpas, miedos, se alzó entre ellos como enormes nubes de vapor de un manantial de aguas termales en invierno. Ennis se quedó como si le hubieran disparado al corazón, el rostro grisáceo y con arrugas muy marcadas, una mueca en los labios, los párpados atornillados, los puños apretados; las piernas le cedieron, y cayó de rodillas al suelo.