El don de Temor de Dios, en el primer grado, produce horror al pecado y fuerza para vencer las tentaciones.
Por las virtudes nos alejamos del pecado, vencemos la tentación, pero ¡con cuántas luchas!, ¡con cuántas deficiencias! Lo sabemos por una triste experiencia; no son nuestros esfuerzos espirituales siempre gloriosos; ¡cuántas veces nos sentimos vencidos!, ¡cuántas otras, aunque al fin y a la postre resultemos vencedores, hemos tenido deficiencias, hemos vacilado, y solamente después de muchos esfuerzos logramos la victoria!
Por el don de Temor de Dios, la victoria es rápida, la victoria es perfecta, ¡cuántas veces lo hemos sentido en el fondo de nuestra alma! ¿No ha habido ocasiones en las que en presencia de una tentación o de un peligro sentimos un impulso rápido e instintivo que nos aparta del pecado? Es el Espíritu Santo que nos mueve por el don de Temor.
En el segundo grado de este don, no solo el alma se aleja del pecado, sino que se adhiere a Dios con profunda reverencia. No solamente se reverencia a Dios hasta evitar toda clase de pecado, sino que se evitan esas irreverencias que, sin llegar a faltas, son siempre señales de imperfección.
Este respeto profundo que los santos han tenido por todo lo sagrado, por la Iglesia, por el Evangelio, por el sacerdote, es efecto del don de Temor de Dios. Todo lo divino se reverencia; no quisiera el alma que está bajo el imperio del don de Temor faltar en lo mínimo al respeto y veneración que a Dios es debido.
En el tercer grado de este don se produce un efecto maravilloso: el desprendimiento total de las cosas de la tierra. Por eso dicen los teólogos que el don de Temor de Dios es el que viene a producir la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos». La Bienaventuranza de la pobreza y del desprendimiento es fruto del Temor de Dios.
Cuando de tal manera nos adherimos a Dios y nos alejamos de todo lo que nos pudiera separar de Él, que llegan a perder para nosotros su fascinación las cosas exteriores, entonces el alma se siente libre, experimenta un desprendimiento divino, que es característico de ese período de la vida espiritual; y entonces se llega a esa cumbre gloriosa de la cual dijo Jesucristo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos».