Miré a Meg, que estaba enjugándose una lágrima del ojo.
—Supongo que no puedes quedarte —dijo.
Le tomé la mano.
—Querida Meg.
Permanecimos así en silencio un rato, observando cómo los semidioses trabajaban en los huertos de debajo.
—Meg, has hecho mucho por mí. Por todos nosotros. Te… te prometí que te recompensaría cuando volviese a ser un dios.
Ella empezó a hablar, pero la interrumpí.
—No, espera —dije—. Sé que eso restaría valor a nuestra amistad. No puedo resolver los problemas de los mortales chasqueando los dedos. Veo que no necesitas ninguna recompensa. Pero siempre serás mi amiga. Y si alguna vez me necesitas, aunque solo sea para hablar, estaré aquí.
Le tembló la boca.
—Gracias. Eso está bien. Pero… en realidad, me conformaría con un unicornio.
Había vuelto a hacerlo. Todavía era capaz de sorprenderme. Reí, chasqueé los dedos y un unicornio apareció en la ladera debajo de nosotros, relinchando y rascando el suelo con sus cascos de oro y perlas.
Ella me estrechó entre sus brazos.
—Gracias. Tú también seguirás siendo mi amigo, ¿verdad?
—Mientras tú sigas siendo mi amiga —dije.
Ella se lo pensó.
—Sí. Creo que podré hacerlo.
No recuerdo de qué más hablamos. Las clases de piano que le había prometido. Las distintas variedades de plantas carnosas. El cuidado y la alimentación de los unicornios. Yo simplemente era feliz de estar con ella.
Al final, cuando el sol se puso, Meg entendió que había llegado el momento de que me marchase.
—¿Volverás? —preguntó.
—Siempre —prometí—. El sol siempre vuelve.